Jean-Claude Schmitt, en un artículo titulado: “El medievalista y la cultura popular”, citando a William Christian, hizo una referencia a las preferencias del antropólogo norteamericano respecto a su concepto de “religión local” en detrimento de “popular”. Esta cita es particularmente interesante para este trabajo porque plantea de entrada dos vías esclarecedoras para perfilar las hipótesis de este estudio. La primera de ellas se refiere al concepto en sí. La oposición que algunos investigadores pretenden definir “lo popular” como una manifestación cultural existente entre el mundo rural y el urbano, entre lo primitivo y lo civilizado o lo tradicional y lo moderno es superada por W. Christian en la medida en que el concepto de religión que dicho autor pone de relieve intenta superar estas oposiciones binarias, algo estáticas, para crear un concepto más dinámico del fenómeno religioso.
La segunda vía se refiere a la autonomía del concepto de religión popular como modelo de hipótesis de análisis que puede ser útil para los investigadores. El propio Christian critica esta posición teórica demostrando que tanto los feligreses como la institución eclesiástica participan plenamente de la llamada “religión local”, creando continuadas interferencias en relación a las manifestaciones de la religión oficial. Ambas esferas (la llamada religión local como la religión oficial) estarían, pues, entrelazadas manteniendo íntimas relaciones según los contextos históricos en las que se vieron implicadas.
Una vez enunciados estos dos presupuestos teóricos que estarán presentes en este trabajo, sería interesante desarrollar la dinámica propia de estos dos conceptos en el caso concreto de Colmenar Viejo desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XX. Empezaré por comentar la importancia de la iglesia parroquial como el espacio preferido de las actuaciones procedentes de la Institución eclesiástica.
La situación de la religiosidad en Colmenar Viejo antes del Concilio de Trento.
En efecto, la iglesia parroquial se ubica en el centro de un espacio construido, no solamente espacial sino también ritual y simbólicamente, en relación con las ermitas extramuros de la población. Este binomio iglesia parroquial como centro y las ermitas como periferia ya está presente desde el siglo XVI, procedente de una situación histórica anterior en la que se fueron instalando cultos a imágenes religiosas ubicadas tanto en la iglesia parroquial como en ermitas. Los inicios estables de la población, en el siglo XIII, deben entenderse como la puesta en marcha del dispositivo religioso. En ese periodo inicial, del siglo XIII hasta el siglo XV, el templo parroquial se vio poco a poco revestido con nuevos cultos con presencia de altares como forma adecuada de presentación de los mismos a los feligreses. Debemos creer que dichas iglesias parroquiales, en esos siglos, fueron austeras en cuanto a presencia de altares, con la presencia casi única del altar mayor, lugar privilegiado de los sacramentos llevados a cabo por el cura párroco. Lo mismo podemos comentar de la presencia de ermitas. Es posible que algunas de las que existían en el siglo XV ya estarían presentes desde el mismo siglo pero debemos entender que no abundaban mucho.
La ausencia de documentación para este periodo, excepto a partir del siglo XVI, hace muy difícil enunciar alguna hipótesis pero debido al documento de las Respuestas a las Relaciones Topográficas de Felipe II, sí es posible valorar este periodo en relación a los posteriores para poder comparar y analizar sus diferencias.
La iglesia parroquial pretende ejercer hacia los feligreses un control de tipo social con características centrípetas. En ella se reúne periódicamente la feligresía, ejerciendo en su seno, con la aportación litúrgica de sus sacerdotes, dos tipos de control unidos entre sí. Por una parte, la existencia de un adoctrinamiento religioso como así se expresa en las Constituciones Sinodales realizadas por el cardenal toledano Juan de Tavera en 1536. En dichas sinodales, se hace hincapié en sancionar a los feligreses que no se santiguan, ni utilizan el agua bendita, ni se ponen de rodillas, ni hacen oraciones ante el Santísimo Sacramento. La institución eclesiástica pretende demonstrar que la iglesia parroquial deber ser un espacio físico relevante y diferente donde se aplican unas normas de conductas religiosas, pautadas y dirigidas por el cura párroco hacia su comunidad.
En segundo lugar, la propia institución pretende mantener un control más práctico, centrando sus consecuencias normativas en las conductas diarias de los feligreses. El cuerpo social local no puede separarse de la iglesia parroquial. Desde una posición dominante, introduce en la comunidad normas de conducta que tengan efectos ajustados, dentro de una jerarquía ordenada como así lo revela el cardenal Juan de Tavira en una constitución sinodal: todas las procesiones deben guardar un orden que se ajusta a tres órdenes, el primero correspondiente al clero, en segundo lugar a los varones laicos y finalmente a las mujeres.